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Alianza... ¿de qué?

    Desde que el presidente Rodríguez Zapatero lanzó el lema de una «alianza de civilizaciones» como antídoto contra el «choque de civilizaciones» -la cristiana occidental frente a la islámica- de que habló en su conocido libro Samuel Huntington, hemos escuchado loas y descalificaciones igualmente hiperbólicas de esta propuesta seguramente amable pero poco concreta. Como parece que el próximo otoño (y bajo el auspicio nada menos que del secretario general de la ONU) van a realizarse seminarios sobre la cuestión, no vendría mal previamente intentar desbrozar el campo de debate para hacerlo más fructífero. Claro está que «sin acritud», como recomendaría sin duda el ex presidente Felipe González.

Para comenzar, una precisión terminológica por pedante que resulte. Uno puede emplear las palabras en sentido figurado y hablar de «fatiga del metal» a sabiendas de lo poco propicios que son los metales a cansarse o en un sentido lato hasta la ofensa, como cuando se explica la «filosofía» que siguen determinados grandes almacenes respecto a sus clientes. De modo que el profesor Huntigton y en su traza el presidente Zapatero tienen derecho a llamar «civilización» a lo que les apetezca. Ahora bien, según el uso más habitual en los estudios socioculturales, lo que en cada época se denomina civilización es el conjunto de soluciones técnicas universalmente reconocidas como más eficaces ante los problemas y necesidades humanas. De modo que civilización, como madre, no hay más que una. Según esta acepción del término, es evidente que Bush y Osama Bin Laden comparten la misma civilización: utilizan idénticos proyectiles y explosivos para destruir a sus adversarios, prefieren la televisión a la telepatía para hacer llegar sus amenazas al populacho asombrado y cuando padecen una enfermedad grave recurren a similares medios terapéuticos. Me atrevo a suponer que ambos consideran en general las líneas aéreas como un sistema de transporte más rápido y fiable que la carreta tirada por bueyes. Unos y otros, con entusiasmo o renuencia, vivimos o aspiramos a vivir en la civilización industrial avanzada, la cual actúa para todos como el destino para los estoicos: volentem ducunt, nolemten trahunt. Es decir, que guía a quienes la aceptan y arrastra a los que se le oponen.

Pero no hay que convertir las palabras en fetiches. Digamos, para seguir adelante, que no estamos hablando de choque o alianza entre civilizaciones, sino de choque o alianza entre culturas. Porque son en efecto éstas las orientaciones e interpretaciones simbólicas que determinan en cada comunidad lo que pretende conseguirse con el instrumental civilizado de que disponemos actualmente. Por supuesto, entre la civilización y las culturas que la aplican hay numerosas interrelaciones o desencuentros, cuya complejidad rebasa las posibilidades de esta breve nota y los conocimientos de quien culpablemente la escribe. Baste decir que no todas las culturas son iguales, es decir, que no todas encaminan con la misma eficacia los medios de la civilización para armonizar los anhelos humanos de libertad personal, homogeneidad colectiva, desarrollo económico, participación igual en la toma de decisiones políticas, progreso científico y educativo, justicia social, etc Cada una de las culturas no representa una identidad eterna, platónica, sino un conjunto de esfuerzos concretos y tentativas a veces equivocadas de ciertos seres humanos para obtener una vida mejor. Como ha escrito Thomas Sowell, autor de una importante trilogía sobre la relación de las culturas con la raza, las migraciones y la conquistas: «Las culturas no existen simplemente como 'diferencias' estáticas que haya que celebrar, sino que compiten entre sí como formas mejores y peores de conseguir hacer las cosas, mejores y peores no desde el punto de vista de algún observador, sino desde el de las propias personas en sus afanes entre las descarnadas realidades de la vida». Decir que todas las culturas son igualmente respetables equivale a afirmar que da lo mismo cruzar un río por un puente que en balsa o andando por el fondo con una piedra pesada en los brazos

Los humanos no estamos obligados a venerar ciegamente nuestra identidad cultural (hasta hace no mucho, nuestra cultura europea incluía rasgos distintivos como la esclavitud, la persecución religiosa, las monarquías de derecho divino, el racismo colonial y cosas por el estilo) ni tampoco la de los demás. En todas se hallan rasgos interesantes que podemos aprovechar y elementos rechazables que cuanto antes se superen, mejor. No son conjuntos cerrados, que hay que elegir o repudiar en bloque, sino menús variopintos, en los que junto a recetas sabrosas abunda también lo indigesto y hasta lo venenoso. Si en la humanidad se ha dado cierto progreso, se debe a que los hombres no hemos respetado nuestras culturas y de vez en cuando nos hemos atrevido a apartar las vacas sagradas de nuestro camino. Precisamente este rasgo de rebeldía razonada contra la tradición es lo más característico del espíritu europeo y sería una auténtica traición que renunciásemos a él por miramientos multiculturales mal comprendidos o por llevarnos bien con quienes más amenazan nuestras instituciones democráticas. Esto es válido sobre todo dentro de nuestros países, pero también fuera de ellos, en el terreno internacional. Desde luego, no es cosa de ir por el mundo imponiendo nuestras preferencias a cañonazos pero no resulta absurdo tratar de fomentar en otras partes del mundo lo que consideramos valores que mejoran la convivencia social. Contraejemplos: ¿es decente fingir respeto por razones comerciales ante la autocracia china como perteneciente a su «identidad cultural», cuando el comunismo es un invento tan occidental como la democracia, aunque mucho más reciente y nefasto? O también ¿es admisible declarar luto nacional en España por la muerte de un sátrapa repulsivo como el rey saudí Fahd, representante del régimen político y social más detestable que conocemos hoy, sólo porque fuese patrono de timbas y burdeles en alguna de nuestras localidades costeras peor afamadas?

Sin duda es prudente que los países soberanos firmen entre sí tratados de paz y cooperación, o por lo menos de no agresión. Y que aspiren a verse unidos por leyes internacionales para favorecer en todas las latitudes el desarrollo, el comercio sin imposiciones abusivas, la justicia internacional, el respeto al medio ambiente, la protección de la infancia, la lucha contra el hambre, la educación laica y científica para todos, la erradicación de la guerra y la pena de muerte, etc También por supuesto para combatir el terrorismo y para desmotivar la xenofobia. Pero, aparte de estas instituciones supranacionales ¿qué otra alianza puede haber entre las culturas? ¿Vamos a asumir que lo que es tiranía o abuso de unos, sean de Riad o Washington, tengamos que aceptarlo los demás como el precio necesario para evitarnos conflictos? El debate entre las formas de vida en común y su interrelación crítica debe continuar abierto, porque nos va el futuro en ello. Son las personas con ideas y razones las que deben aliarse en todas partes, sean cuales fueren sus discutibles culturas de origen, para mejorar los usos de la civilización que comparten. En cuanto al juicio histórico sobre ella y su devenir, dejémoslo a los Arnold Toynbee del mañana, que no faltarán