GLOB., MIGRACIONES E INTERCULTURALIDAD
2


Pero una conclusión no es otra cosa que el momento en que, por pereza, por interés o por miedo, dejamos de seguir pensando. Porque Sartori sí sabe perfectamente que, en la historia de las relaciones interétnicas, además del multiculturalismo existe también la interculturalidad. La conoce porque le dedica un párrafo, es verdad que elogioso, apenas página y media antes de terminar el libro. "Conviene también precisar -añado- (y añado yo que lo añade demasiado tarde y como de pasada) que el pluralismo no se reconoce en unos descendientes multiculturalistas sino en todo caso en el interculturalismo... El multiculturalismo lleva a Bosnia, a la balcanización; es el interculturalismo el que lleva a Europa" (p. 128-9).

Me identifico completamente con esta tesis. La interculturalidad y la educación intercultural como proyecto de convivencia cuenta ya con una larga trayectoria. Por mi parte, la desarrollé hace ya tiempo y hoy sigo considerándola como la única alternativa fecunda en el terreno de las relaciones interétnicas. Interculturalidad y multiculturalidad no sólo no son lo mismo sino que son, literalmente, modelos opuestos. Pero entonces, si sabemos que existe una alternativa viable ¿por qué gastar tanto empeño en combatir el modelo multicultural? Considero que Sartori hubiera hecho una aportación más eminente a la historia de las ideas de haber puesto su más que probada inteligencia no en combatir molinos de viento, sino en construir bases sólidas para una convivencia intercultural, mucho más difícil que la multicultural, pero también más estimable. La única no excluyente que puede construir eso que él mismo denomina la "buena sociedad".

Como todo lo que es valioso, la interculturalidad es un empeño difícil. Entre otras cosas, porque no apela y compromete sólo a las minorías inmigrantes, sino también a nosotros, a las mayorías autóctonas. Es esencialmente un asunto relacional. Desde luego, interculturalidad no es asimilación. La asimilación parte del hecho de que los inmigrantes deben renunciar a su identidad cultural diferenciada, olvidarse de ella y adoptar como propia la cultura de la mayoría. Se supone que esta renuncia es el precio que deben pagar para integrarse a los beneficios de la sociedad de acogida. Es evidente que una política de integración cuya finalidad sea la asimilación de las minorías a la cultura de destino, creará probablemente menos problemas prácticos, que los que se derivan de un proyecto de convivencia intercultural, pero a costa de renunciar a la riqueza que se deriva de la diversidad. Y como, además, se realiza en un marco asimétrico de relaciones de poder, la asimilación no es otra cosas que un acto de fuerza.

¿Es la asimilación el modelo que propone Sartori como alternativa a la multiculturalidad? En modo alguno, por el contrario, defiende la "tolerancia" y el "pluralismo" ilustrados. Pero como en realidad, ya lo vimos, está pensando en los orígenes históricos del término (cuando no había inmigrantes en Europa) se trata de la tolerancia respecto a la pluralidad de disensos ad intra (quiero decir, nacionales). Cuando habla de la Europa actual, "asediada por extranjeros" las cosas empiezan a no estar ya tan claras. Por eso dice que "la tolerancia no ensalza tanto al otro y a la alteridad: los acepta. Lo que equivale a decir que el pluralismo defiende pero también frena la diversidad ... el pluralismo asegura ese grado de asimilación que es necesario para crear integración. Para el pluralismo, la homogeneización es un mal y la asimilación es un bien" (p. 62). Ahora sí nos hemos metido en una contradicción porque ¿cómo evitar la homogeneización exigiendo la asimilación? Quizá quiera decir que no puede haber un pluralismo que asegure la convivencia, más que sobre la base de un consenso en los fundamentals. Ya mostramos nuestro acuerdo en este punto, pero eso no se logra mediante la asimilación , sino mediante el diálogo intercultural.

Por el contrario, yo defiendo que la interculturalidad sí ensalza y valora la alteridad, incluso la alteridad radical del extranjero. Parte del reconocimiento de la diversidad y cree en la necesidad de conocerla, valorarla y preservarla. Porque en esencia, lo que pretende construir es un diálogo entre culturas en plano de igualdad. Es un proyecto esencialmente relacional, ya lo hemos dicho, que no les pone en cuestión únicamente a ellos, sino también a nosotros. Sin duda, este mensaje es más incomodo para las mayorías pero, al contrario de lo que cree Sartori, no es una fábrica de racismo, sino al revés. El racismo se genera cuando exigimos a los inmigrantes que se olviden de sus identidades culturales y se asimilen y, como muchos no quieren legítimamente hacerlo, se resisten. ¡Ahí empieza la confrontación!

Esto separa también la interculturalidad de la multiculturalidad. Que, al contrario que esta, aquella no conduce a la segregación, a la balcanización ni al aparteith. Por el contrario, presupone y exige diálogo, comunicación, enriquecimiento mutuo a partir de lo mejor del otro, puentes y no muros entre la diversidad. Naturalmente, también puede ocurrir (y ocurre) que a algunos de ellos no les interese dialogar y se nieguen a la integración y al ajuste recíproco. Solo la candidez o la autoculpabilidad puede considerar que "ellos" son siempre los buenos y nosotros, culpables por definición. ¡Claro que también ellos pueden ser racistas y muchos lo son! Pero contra su racismo no hay otra salida que luchar como debieranos luchar contra el nuestro. Y punto. Quiero decir, por ejemplo, que la mejor forma de luchar contra su racismo es también la educación. Y, si no es suficiente, para eso está el Código Penal, pero no la negación de sus derechos, la sospecha continua y la expulsión. No menos firmeza contra su racismo que contra el nuestro, pero tampoco un trato discriminatorio por el hecho de que "al fin y al cabo, son extranjeros".

Cualquier política de integración que se inspire en los principios de la interculturalidad habrá de ser aquella que se asiente sobre dos bases igualmente irrenunciables. Por un lado, garantizar la igualdad y la inclusión, sin lo cual se perpetuarán las condiciones de dominación y explotación y acabaremos, efectivamente, en la balcanización y en el gueto. Por otro lado, respeto y aprecio a la diversidad, sin lo cual, la relación interétnica derivará en intolerancia e imposición. La diversidad cultural reconocida, respetada y estimada, ha sido y debe seguir siendo una fuente de enriquecimiento y de progreso. La interculturalidad no deriva en el e pluribus disiuntio. Pero tampoco en la coniuntio indiferenciada (e impuesta) de la uniformidad. Deriva, más bien, en un proyecto de convivencia común entre diferentes, que quieren permanecer siendo diferentes, dialogando y enriqueciéndose mutuamente. Tiene razón Sartori cuando dice que el reconocimiento de la alteridad sólo puede hacerse sobre la base de la "reciprocidad". De nuevo, es esto exactamente lo que separa el multiculturalismo de la interculturalidad. Al multicuturalismo sólo le interesa la reciprocidad como forma de "defensa" frente al otro. A la interculturalidad, como forma de construir un proyecto "común". Por eso, el reconocimiento intercultural de la diferencia no implica tratar al inmigrante como el menor de edad al que deba concedérsele todo a cambio de nada. El reconocimiento de sus derechos tiene el correlato de la exigencia de sus deberes, también de sus deberes cívicos en la sociedad de acogida. La interculturalidad exige un esfuerzo dinámico de adaptación también a los inmigrantes. Una adaptación que implica renuncias, tanto como ganancias. El inmigrante es sujeto, como los nacionales, de derechos, pero también de deberes. No tanto de deberes hacia la sociedad de acogida, como cree Sartori, sino de deberes en la sociedad de acogida, cuya convivencia solo puede construirse si son exigibles a todos.

Pero incluso cuando defiende la sensata idea de la "reciprocidad", no acaba de verse claro su pensamiento. Para Sartori, la reciprocidad es exigible al extranjero precisamente porque es "extranjero", es acogido en casa extraña y está, por ello, "en deuda". Lo dice textualmente: "mantengo que el criterio que gobierna la difícil navegación que estoy narrando es esencialmente el de la reciprocidad, y una reciprocidad en la que el beneficiado (el que entra) corresponde al benefactor (el que acoge) reconociéndose como beneficiado, reconociéndose en deuda" (p. 54). ¡Mal camino este en que el inmigrante es, para unos, siempre la víctima a la que es preciso reconocerle todo a cambio de nada y, para otros, es un "beneficiado en deuda"! Primero, porque en un mundo en creciente globalización, los muros de las casas son cada vez más tenues y somos nosotros, el Occidente desarrollado, y no ellos lo que los traspasamos impunemente casi siempre en beneficio propio. Segundo porque, además, sabemos de sobra que los muros de "nuestra" casa se han levantado históricamente en buena medida expoliándoles a ellos de sus recursos. ¡Eso sí es estar en deuda!. Pero, además, porque no vienen aquí a pedir limosna. Expulsados de sus países por un orden mundial injusto en el que ellos son las primeras víctimas y nosotros los "beneficiados", vienen a nuestra casa precisamente a trabajar en aquello que nuestra economía necesita, pero nosotros no queremos hacer. ¡Irrita la historia esta de inmigrantes beneficiados y en deuda! Sólo falta añadir que, por lo menos, deben trabajar mucho y "portarse bien". Lo primero ya lo hacen, y demasiadas veces en condiciones de explotación y miseria. En cuanto a lo segundo, hasta mediados de los noventa, el prejuicio y el miedo se expresaba en una queja popular: "¡hay paro y vienen a trabajar!. Hoy, excepto algunos despistados, ya nadie dice eso. Pero el prejuicio y el miedo al "extraño" no ha desaparecido y el lamento se ha transformado en que "¡vienen a delinquir"!. Todos los tópicos se sustentan en algún fleco de verdad que les hace verosímiles. Pero estos y otros, dicen más de nuestro modo de percibir las cosas, que de los hechos en sí mismos. Tópico tras tópico, los inmigrantes parecen condenados a cargar siempre con cualquier estigma que les convierta en sospechosos.

Si la interculturalidad es algo será, repitámoslo una vez más, diálogo a plano de igualdad. Y no puede haber "diálogo" entre diferentes mas que si se dan dos condiciones. La primera, una buena educación intercultural que disuelva los prejuicios y aproxime actitudes. En segundo lugar, un marco de referentes ideológicos básicos universalmente aceptados, a partir de los cuales puedan después administrarse las diferencias. Sin ese marco de referentes asumido por todos, el diálogo se convertirá en una sucesión de monólogos, en discursos paralelos sin puntos de encuentro. Partiendo de unos principios universalmente reconocidos y exigibles, las diferencias culturales se comprometen recíproca y activamente en alcanzar consensos que hagan posible la vida práctica compartida. A nadie se le exige que le gusten las costumbres y los valores de los otros. Sólo que esté lo suficientemente atento a ellos como para reconocer que pueden hacer aportaciones valiosas de cara a la construcción de esa "buena sociedad" que es el ideal que todos compartimos con Sartori.

La aceptación de estos fundmentals, de este marco de referentes comunes es, por tanto, el límite de la tolerancia. Por eso, la tolerancia, sobre la que se asienta la opción intercultural, no significa desinterés hacia el otro ni indiferencia hacia sus opciones legítimamente diferentes. No es tampoco relativista. Parte del convencimiento de que la diversidad de culturas es la expresión de una naturaleza humana común, y reconoce la dignidad de todos los seres humanos por encima de sus diferencias culturales. Y por eso también, la tolerancia no es un valor absoluto. No es un fin en sí misma. Sólo los derechos humanos universales son un fin y un valor absolutos. Sólo ellos son los principia, los referentes universalmente exigibles, a que antes me refería. La tolerancia asienta su valor en "ser el único camino posible para realizar, en una sociedad plural, los derechos humanos como valores, ellos sí, absolutos ... Y es precisamente esta concepción instrumental de la tolerancia, como condición para la realización de los derechos humanos, lo que nos permite señalar su límites... No es posible hacer dejación, en nombre de la tolerancia, de los principios de dignidad, libertad y justicia que, si han inspirado las tradiciones humanistas en Europa, ha sido desde el convencimiento de su valor universal."

Soy consciente de que resulta más fácil establecer límites a la tolerancia en el plano teórico, y que es en la resolución de los problemas prácticos de la convivencia diaria donde comienzan las dificultades. El reciente caso del uso del velo en la escuela por parte de la niña marroquí Fátima, es un buen ejemplo, que ha levantado un formidable revuelo. No es posible entrar a analizar en profunidad este tema que, si se aborda sin prejuicios, nos enfrenta a no pocas contradicciones idelógicas. Sólo los simples ven las cosas "simplemente". Pero cualquier solución práctica a la que lleguemos, debe extraerse siempre de las premisas teóricas que definen la interculturalidad. En primer lugar, la necesidad de consenso sobre unos principia innegocialbes y exigibles a todos que, traducido a la práctia, significa, entre otras cosas, la obligación, tanto de las Administraciones públicas como de los padres, de que, por encima de cualquier otra consideración, Fátima ejerza su derecho a la escolarización. Segundo, la prohibición de cualquier forma de discriminación de género allí donde se presente y bajo la forma en se presente. Tercero, que los padres (también los inmigrantes) tienen derecho a elegir para sus hijos el tipo de educación, confesional o laica, que estimen oportuno, pero no el derecho a elegir un centro en particular, porque eso colisionaría con la obligación de la Administración de articular políticas de integración escolar que eviten la segregación. Sentados estos principios innegociables, el resto es cuestión de administrar cada caso con sensatez, comunicación y conocimiento mútuo, cesiones recíprocas, sentido común. Sólo si el velo es impuesto es, por definición, rechazable. Este es el criterio y la línea divisoria.

Si Occidente contribuyera más eficazmente a los procesos de desarrollo y modernización de los países islámicos, si dejáramos de distinguir entre dictadores aliados y dictadores hostiles y destináramos más esfuerzos a combatir las élites corruptas, a fomentar regímenes democráticos, a extender a toda la población los beneficios derivados de los recursos naturales que poseen; si animáramos a los movimientos que propugnan una interpretación moderna y liberadora (también para la mujer) del credo islámico, en lugar de ignorarles, mezclarles y estigmatizarles a todos por igual, quizá entonces necesitáramos invertir menos recursos en "barrer integristas" y llevarnos "colateralmente" por delante miles de víctimas inocentes. Quizá entonces el tan manido "choque de civilizaciones" mostrara su verdadero rostro y sus raíces. Quizá cayeran entonces muchos velos "impuestos" y los que permanecieran dejarían de simbolizar una opresión de género y servirían únicamente para transmitir libremente al mundo el orgullo de sus tradiciones culturales.

Luis V. Abad
Profesor de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid

 

Cerrar
Imprimir
Siguiente