GLOBALIZACIÓN, MIGRACIONES E INTERCULTURALIDAD
Si algo está quedando claro en los actuales procesos de globalización
son, al menos, dos cosas. Primero, que globalización y migraciones
internacionales no son dos fenómenos inconexos. Por el contrario,
la incentivación de los actuales flujos migratorios guarda
una estrecha relación con el tipo de globalización que estamos
construyendo. Son, podríamos decirlo así, la imagen deformada
de sus propias contradicciones. En segundo lugar, que globalización
y afirmación identitaria no son fenómenos excluyentes, sino
íntimamente relacionados. Mientras la globalización que construimos
siga siendo fuertemente asimétrica, los inmigrantes seguirán
llegando y formando minorías étnicas en el corazón de Europa.
Por tanto, y como consecuencia de estos dos procesos, los
principios axiológicos y de convivencia que han cimentado
desde el siglo XVI la conciencia europea, están siendo puestos
a prueba por la presencia de universos culturales diferentes.
La coexistencia con sensibilidades culturales hasta ahora
"extrañas" a la vieja Europa, nos está planteando problemas
de convivencia cívica cada vez día más inquietantes.
Puesto que sabemos que valores como "pluralismo" y "tolerancia"
son irrenunciables porque forman parte constitutiva de nuestra
identidad europea, y puesto que sabemos también que modelos
de convivencia tales como el melting pot norteamericano son
inaplicables en el caso europeo (además de haber fracasado
en EEUU), la polémica se centra hoy en modelos tales como
"asimilación", "multiculturalismo" o "interculturalidad".
Medido en decibelios, la opción multiculturalista está ganando
la escena, aunque en ocasiones sea para criticarla. Véase,
si no, el revuelo formado en torno al reciente libro de G.
Sartori o las declaraciones del presidente del Foro para la
Inmigración calificándo al multiculturalismo de "gangrena".
Mientras tanto, la opción intercultural está pasando mucho
más desapercibida pese a su ya larga tradición académica.
Sin embargo, muchos seguimos creyendo que constituye la única
alternativa razonable de convivencia en un mundo crecientemente
plural. En estos últimos años, la globalización ha avanzado
imparable, y este hecho no sólo no cuestiona, sino que avala
aún más la opción intercultural, si no queremos construir
una globalización excluyente.
La intensificación de los flujos migratorios es consecuencia
de la acción concertada de un conjunto muy plural de factores.
Por un lado, mientras la brecha que separa las estructuras
demoeconómicas entre el Norte y el Sur siga ensanchándose
y las condiciones de vida en muchas regiones del planeta sean
cada día más insoportables, resulta grotesco y cínico seguir
sosteniendo que es el reconocimiento de derechos civiles y
sociales lo que provoca el "efecto llamada".
Mientas las multinacionales continúen penetrando en los países
semiperiféricos, destruyendo sus economías locales, capitalizando
sus sistemas de producción (y en particular su agricultura)
en beneficio del Norte, destruyendo masivamente puestos de
trabajo, y acabando con sus estructuras sociofamiliares tradicionales,
el efecto inmediato será la intensificación de los flujos
migratorios de los excedentes de población activa. Mientras
la sucesión de gobiernos locales corruptos más atentos a sus
intereses personales (como es el caso, por ejemplo, en Argentina),
cuando no a los intereses de las economías centrales (como
en muchas de las antiguas colonias) siga sumergiendo en el
caos sus economías nacionales, muchos trabajadores buscarán
mejorar sus proyectos de vida en el Norte. Mientras la penetración
de los medios de comunicación siga ofreciendo imágenes de
paraísos fascinantes de consumo en entornos donde se carece
de casi todo, millones de seres humanos se sentirán irresistiblemente
atraídos a participar de ello. Pero además, mientras continúe
triunfando en paralelo una globalización no sólo económica,
sino también cultural que legitima el logro frente a la adscripción,
los intereses individuales por encima de los del grupo o la
aspiración al consumo y el bienestar, muchos individuos sentirán
que no pueden seguir por más tiempo confiando en los hipotéticos
beneficios de un desarrollo global y emprenderán su propia
aventura individual. En un mundo crecientemente globalizado,
es esta interdependencia entre condiciones estructurales de
vida asimétricas, por un lado, y universalización de los valores
de éxito individual y de consumo, por otro, lo que está provocando
movimientos migratorios masivos. Pero esto, es también globalización.
Y desde los países de acogida, mientras para sostener la productividad
en determinados sectores de los que huyen los trabajadores
nacionales, sigamos necesitando la sobreexplotación de mano
de obra en condiciones inaceptables para los europeos, los
trabajadores inmigrantes seguirán respondiendo a una demanda
real de mano de obra y, con permiso de trabajo o sin él, seguirán
llegando para cubrirla. Las mafias dedicadas al tráfico de
inmigrantes, de las que tanto se habla estos días, existen,
sin duda, y deben ser perseguidas más y más duramente. Pero
es preciso llamar la atención sobre el hecho de que tales
mafias no existirían con la intensidad y eficacia que las
caracteriza, si no existiera también en los países de destino
una demanda de mano de obra susceptible de ser sobreexplotada.
Es decir, si no existieran puentes en los países de destino,
que los gobiernos parecen incapaces de regular.
Y, por último, mientras los países desarrollados sigan negándose
a introducir un mínimo de equidad en las relaciones comerciales
con el Sur y, en particular, a articular políticas equilibradas
en el comercio agrícola que podrían contribuir más que ninguna
otra medida al desarrollo efectivo del Tercer Mundo, los gobiernos
de muchos países en desarrollo se sentirán legítimamente aliviados
por el drenaje de una parte de sus excedentes de población
activa. Desde su perspectiva, la globalización no puede consistir
en exigirles abrir sus fronteras a la penetración de la multinacionales,
de los capitales y de los bienes que ellos no pueden producir
y cerrar en cambio nuestras fronteras a sus productos agrícolas
y a sus trabajadores.
Estos datos podrán disfrazarse o ignorarse, pero no por eso
dejarán de tener efectos prácticos. Los inmigrantes seguirán
llegando. La cuestión ya no estriba en cómo terminar con su
llegada. Entre otras cosas, porque ya somos muy conscientes
de que les necesitamos. Hoy la cuestión no radica en decidir
si han de llegar o no, sino si lo harán de forma controlada
y ordenada o de forma clandestina e irregular. Solo si nos
tomamos en serio el gobierno político de la globalización
en todas sus dimensiones, podremos diseñar políticas coherentes
en el terreno específico de las migraciones. No podemos seguir
por mucho tiempo empeñados en retirar la política de los mercados
financieros internacionales y, al mismo tiempo, introducir
más política, pero más política restrictiva, a los movimientos
de trabajadores. No podemos seguir encastillados en decir
"no" a todo lo que pudiera contribuir al desarrollo del Sur
y, simultáneamente, "sí" a lo que, directa o indirectamente,
contribuya a incrementar nuestra propia riqueza.
En consecuencia, la floración de minorías inmigrantes en el
corazón de Europa es una tendencia que ya vivimos, pero que
se recrudecerá en las próximas décadas. Tan alejado de la
realidad se encuentran los esfuerzos "antiglobalizadores",
como los de preservar la uniformidad cultural y la homogeneidad
étnica. Para bien o para mal, el mundo hacia el que caminamos
será un mundo crecientemente globalizado y culturalmente plural.
La globalización movilizará capitales, materias primas, recursos
y mercancías; transnacionalizará las inversiones y los procesos
de producción, ajustará sus ofertas a entornos diferentes,
enlazará el mundo física y virtualmente y no es posible imaginar
cómo podría realizarse un escenario como éste, sin movilizar
también seres humanos.
Sabemos que "globalización" no equivale a "uniformación cultural"
. Pero entonces ¿cómo construir un modelo de convivencia que
combine el deseo legítimo de inclusión universalista, por
un lado, y la vocación de permanencia de diferencias culturales,
por otro? ¿Cómo evitar los riesgos, históricamente ciertos,
de que el discurso del respeto a las diferencias derive en
segregación y aparteith, al mismo tiempo que evitamos que
las demandas de inclusión deriven en imposición y uniformación
cultural? Sabemos bastante sobre cómo no lograr ese modelo
de convivencia entre culturas diferentes que comparten un
mismo espacio, pero hemos trabajado menos en el camino del
reconocimiento de formas que sí puedan lograrlo.
En las páginas que siguen centraré mi atención en el análisis
de dos paradigmas que comparten escena en nuestros días: el
multiculturalismo y la interculturalidad. Anticipo que, en
la crítica que pretendo realizar al multiculturalismo, tomaré
como referencia el libro de Sartori, antes citado. Me parece
un buen punto de partida para reflexionar sobre la materia.
Como él, tampoco yo comparto las tesis multiculturalistas,
pero, a diferencia de él, no las comparto por razones sustancialmente
opuestas. Lo cual, como intentaré demostrar, no es un asunto
menor, sino la esencia misma del debate.
Merece la pena detenerse en análisis de sus tesis porque la
polémica que ha suscitado sólo puede entenderse si encontramos
su origen en la agitación de nuestros fantasmas inconscientes,
en que entra a saco en el sótano oscuro de nuestros miedos
más ocultos o, en otros casos, en que muchos ven expresadas
con brillantez ideas no tan inconscientes, pero no siempre
confesables. Y es que, como se anuncia en la contraportada,
Sartori "no se deja hechizar por los lugares comunes de lo
políticamente correcto". No podía ser de otro modo en un autor
que se declara en cruzada contra el novedismo, es decir, contra
la "manía de ser nuevos y originales a cualquier precio" (p.
17). Por mi parte, me temo que, en este libro, Sartori no
está muy lejos de esa tentación novedista, que tanto le repele.
Y, además, haciendo trampa. Exactamente la misma que él atribuye
a los defensores del "multiculturalismo".
Según Sartori: "son los multiculturalistas los que fabrican
(hacen visibles y relevantes) las culturas que después gestionan
con fines de separación o de rebelión" (p. 88). Así que los
multiculturalistas, por lo que se refiere a Europa, primero
"crean" el problema y luego se dedican a gestionarlo. Lo mismo
que no pocos nacionalismos: "primero se inventa... una entidad,
para después declararla pisoteada y así, por último, desencadenar
las reivindicaciones colectivas" (p. 88). Más de uno habrá
saltado de entusiasmo al establecer Sartori esta comparación.
Por mi parte, estoy bastante de acuerdo con lo segundo. En
España sabemos mucho de eso. Pero estoy en completo desacuerdo
con lo primero. O, para ser más exactos, con la forma sesgada
en que Sartori presenta los hechos y extrae conclusiones.
En su declaración de intenciones, nos dice que se propone
hablar de la "buena sociedad". Y, para Sartori, una "sociedad
buena" es una "sociedad pluralista" y "tolerante", es decir,
una "sociedad abierta". Lo cual entronca con los ideales de
tolerancia y libertad que triunfaron en Europa como consecuencia
de las guerras de religión y la consolidación de los Estados-nación
en los siglos XVI y XVII y después con la Ilustración y las
revoluciones burguesas del XVIII. "El pluralismo presupone
tolerancia, dice Sartori, afirma que la diversidad y el disenso
son valores que enriquecen al individuo y también a su ciudad
política" (19), que "trata cualquier identidad... en términos
de respeto y reconocimiento recíprocos" (p. 34) y, más aún,
que la "tolerancia no es indiferencia... ni supone relativismo"
(p. 41) No hay que decir que estas tesis no sólo son plenamente
asumibles, sino absolutamente incontestables.
Ahora bien ¿de qué pluralismo habla Sartori? Es significativo
que, al establecer la diferencia conceptual entre "pluralismo"
y "tolerancia", escriba que "la tolerancia respeta valores
ajenos, mientras que el pluralismo afirma un valor propio"
(p. 19). Es decir, que la concordia discors que está en la
esencia del pluralismo, se refiere a los disensos y las diferencias
ad intra (esto es, "nacionales"), tal como, por otro lado,
se encarga de subrayar cuando, a renglón seguido, relaciona
los ideales liberales del pluralismo con el nacimiento de
los "partidos" políticos, es decir, de las "partes" nacionales
que disienten en el marco del consenso. Las policies sólo
entran lícitamente en conflicto sobre la base de un consenso
en los fundamentals (p. 36).
También en esto estamos de acuerdo con Sartori. Sin un marco
de referentes universalmente aceptado, es imposible cualquier
proyecto de convivencia plural. Pero es a partir de aquí donde
entramos ya en un campo sembrado de minas y donde se manifiestan,
unas veces los desacuerdos y otras el rechazo más frontal.
Porque es fácil concordar cuando hablamos de una tolerancia
que reconoce y valora las diferencias y los disensos "internos".
Pero ¿qué ocurre cuando las diferencias a tolerar no son sólo
"internas", sino también "externas", "extranjeras" dice Sartori?
Es aquí donde conduce su discurso exactamente del mismo modo
que antes había criticado a los defensores del multiculturalismo:
primero, marca el terreno de juego, construye el enemigo,
fija las reglas... y, finalmente, gana con facilidad la partida.
En efecto, Sartori declara que el multiculturalismo es un
discurso que no sólo no se basa en la tolerancia ni construye
el pluralismo, sino que se opone frontalmente a ambos. Es
su opuesto lógico. "El multiculturalismo... es la negación
misma del pluralismo" (p.32). Porque la posición multiculturalista,
a fuer de defender el "reconocimiento"
el "respeto" a las diferencias, lo que acaba consiguiendo
es la "separación". Pero además, el discurso multiculturalista
reconoce a todas las culturas "igual valor" (p. 79). A fuerza
de reconocer y respetar las diferencias culturales, a todas
por igual para huir de la tentación etnocéntrica, el multiculturalismo
separa las culturas, las segrega... y de ahí al aparteith
ya no hay ningún paso. Dicho sea sin malicia, yo no acabo
de ver qué molesta más a Sartori, si que el multiculturalismo
derive en aparteith, o que el multiculturalismo tenga la osadía
de reconocer a todas las culturas "igual valor". ¿Qué "bobos
y bobas" (¡sic!) pueden defender eso si, como dice Bellow,
los zulúes no han sido capaces, ni lo serán, de producir un
Tolstoi?. En fin, este sí que es un terreno movedizo que es
preciso dejar de lado para no perder el hilo argumental.
Frente al "e pluribus unum" que caracteriza al pluralismo,
el multiculturalismo prefiere, más bien, el "e pluribus disiuntio".
El multiculturalimo "es al mismo tiempo un creador de diversidades
que, precisamente, fabrica la diversidad, porque se dedica
a hacer visibles las diferencias y a intensificarlas, y de
ese modo llega incluso a multiplicarlas" (p. 123 El subrayado
es mío). ¡Pues si así son las cosas, entonces una de dos,
o prohibimos las diferencias o las hacemos invisibles, por
ejemplo, prohibiendo el velo en las escuelas e imponiendo
vaqueros y zapatillas Nike! Y aun el multiculturalismo no
entraría en contradicción con el pluralismo y la tolerancia
si se tratara de un multiculturalismo que simplemente "reconoce"
un hecho preexistente, como es el caso de EE.UU. El problema
se plantea cuando el multiculturalismo crea artificialmente
y fomenta diferencias en sociedades que, como la europea,
no lo han sido históricamente. A diferencia de los EE.UU,
los estados europeos son hoy, por razones históricas, "naciones
(ya) constituidas" (p. 51), que están "siendo asediadas" (¡sic!)
por flujos migratorios que "no se sabe cómo pararlos porque
la marea está subiendo" (p. 110). Así que, en Europa, el multiculturalismo
no es un hecho constitutivo de su identidad, sino algo "de
importación" (p. 103). Puesto que comienza su cuenta en los
siglos XVI al XVIII, sí puede mantener que, desde entonces,
el multiculturalismo es de importación y crea "diferencias
importadas"... por los inmigrantes. Rechazo como Sartori el
multiculturalismo. Pero si detenemos ahí el razonamiento,
¿qué nos queda?. O bien echamos a los inmigrantes que ya están
entre nosotros y lanzamos una cruzada para que no osen venir
más o, para no "crear artificialmente diferencias", les hacemos
"invisibles".
Y lo que agrava el problema es que, de los inmigrantes que
llegan sin que podamos pararles, "no todos son iguales". Toda
diferencia produce "extrañeza" ("choque cultural", dirían
los antropólogos). Pero de estas extrañezas, algunas son "superables
(si las queremos superar)", mientras que otras producen "extrañezas
radicales" (p. 108). Y de todas las diferencias que producen
extrañezas, las más radicales son las diferencias "étnicas"
y "religiosas". No todas. Es sobre unas diferencias religiosas
bien concretas: sobre el Islam. ¡Menos mal que el libro se
publicó antes del 11 de septiembre, porque es aquí donde Sartori
entra a saco y sin piedad contra esa "extrañeza radical" que
portan los inmigrantes musulmanes!. En la medida en que "la
visión del mundo islámico es teocrática y no acepta la separación
entre Iglesia y Estado, entre política y religión (una separación
que) es sobre la que se basa hoy -de manera verdaderamente
constituyente- la ciudad occidental" (p. 53), los inmigrantes
musulmanes son, para Sartori, no sólo "extranjeros culturales,
sino también abiertos y agresivos enemigos culturales" (p.
54 El subrayado es mío). Son los propios musulmanes los que
reconocen "la ciudadanía optimo iure, a pleno título, solo
a los fieles" (p. 113). De aquí que concluya que este tipo
de inmigrantes son, literalmente, "inintegrables" (p. 114).
No se puede integrar a los que no quieren ser integrados porque
rechazan frontalmente la cultura que les acoge. ¡Desde luego!.
Pero la cuestión reside en la más que discutible visión que
presenta del Islam y en el insoportable reduccionismo que
supone meter a todos sus fieles en el mismo saco. Mal que
le pese, existen muchos fieles musulmanes en Occidente que
sí quieren integrarse y se encuentran perfectamente cómodos
entre nosotros. Y desde luego, su problema no es que, en tanto
que musulmanes, no nos reconozcan a nosotros los plenos derechos
de ciudadanía. Es, más bien, que se quejan de que somos nosotros
quienes no se los reconocemos a ellos. Y no por ser musulmanes,
sino por ser inmigrantes.
Pero, incluso aunque su visión del Islam fuera correcta, no
parece el mejor camino para alcanzar una convivencia plural
el declararles "inintegrables" e "intolerantes". De ahí al
célebre "choque de civilizaciones", no hay ya ni siquiera
un paso. Volveremos más adelante sobre ello, pero avanzaríamos
más si, en lugar de tranquilizar nuestras conciencias con
el recurso fácil (aunque necesario y legítimo) de condenar
el integrismo de algunas ramas islamistas, analizáramos las
fuentes en las que se alimenta. Y ahí, quizá Occidente tuviera
que asumir su cuota de responsabilidad. Porque queda por decidir
si es una interpretación radical del credo islámico lo que
conduce al integrismo que, a su vez, conduce al "odio a Occidente";
o es más bien el "odio a lo occidental", que nace de condiciones
de vida insoportables para grandes masas de población islámica
y en cuyo origen ven ellos no sólo a Occidente sino también
a sus élites gobernantes que actúan como satélites al servicio
de intereses occidentales, lo que les lleva a una interpretación
agresiva, desesperada y absurda (si no fuera, además, criminal)
del credo islámico. Harían falta menos "bombas inteligentes"
y más inteligencia para gestionar nuestras relaciones con
el mundo islámico.
Volvamos al multiculturalismo. Una vez que Sartori ha reducido
el marco de las posibilidades en las relaciones interétnicas
en Europa al modelo multiculturalista, la batalla está ganada.
Como en las Disputatio medievales, en la mayor se declara
ferviente defensor del pluralismo y la tolerancia. En la menor,
declara al multiculturalismo "segregacionista", "aislacionista"
y "relativista", lo que, traducido a modelos de convivencia
social, conduce inevitablemente a la balcanización y el aparteith.
Dadas estas premisas, la conclusión no puede ser otra que
la condena sin paliativos del multiculturalismo. Pero ¿hacia
falta tanto esfuerzo para llegar a esta conclusión evidente?
¿Quién tiene tanto empeño en seguir descargando andanadas
contra el multiculturalismo, como si ese fuera ese el único
modelo de convivencia entre culturas diferentes? Toda esta
polémica sólo puede entenderse si sabemos leer entre líneas.
Si conseguimos trasladar la idea de que la convivencia entre
culturas pasa necesariamente por el multiculturalismo, habremos
conseguido un doble objetivo. Por un lado, rechazamos el multiculturalismo
con el fundamento sólido de que conduce al aparteith; y, por
otro, puesto que es el único modelo propuesto, nos quitamos
de encima el engorroso asunto de tener que articular otras
formas de convivencia plural entre culturas, en particular
si son extranjeras. Si, de cara a un proyecto, sólo existe
un modelo posible y ese modelo es indeseable, entonces es
el proyecto mismo el que resulta imposible.
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