Con la desaparición del llamado Segundo Mundo, es decir del
bloque de países de la órbita de la Unión Soviética, se anunció
el inicio de la era de la globalización como consecuencia
del avance de la economía del mercado en todo el mundo. Sin
embargo, esta globalización no implica la extensión homogénea
y universal de un proceso de crecimiento económico o de expansión
del bienestar, ni tampoco la observancia generalizada de los
Derechos Humanos, por el contrario alberga importantes contradicciones
entre las que hay que significar el crecimiento de las desigualdades
entre países, la enorme concentración del poder y la riqueza,
la expansión del consumismo y del conflicto ambiental o las
tensiones ante los procesos de uniformismo cultural. Es preciso
comprender que la globalización no es solo económica, hay
una creciente interdependencia en todos los ámbitos, también
el político, militar, cultural o social y la inmigración responde
a este escenario.
La propia naturaleza del fenómeno migratorio explica esta
lógica; es obvio que hay países con una fuerte presión demográfica
y con escasez de recursos, y que existen otros países sin
crecimiento de población y con recursos económicos y tecnológicos,
y que ante la ausencia de una cooperación al desarrollo hacia
los primeros efectiva y eficaz, lo consecuente es que se produzca
un flujo de mano de obra, con origen en las zonas de descapitalización
y destino en las de fuerte capitalización. Luego vendrá todo
lo demás, conflictos y controversias sociales, culturales,
políticas y de otra índole, pero es evidente que en un mundo
regido por la economía de mercado globalmente, no solo se
liberaliza el flujo de capitales, sino que conlleva tal cúmulo
de transformaciones que los movimientos migratorios, y ahora
más que nunca en la historia de la humanidad, están sobradamente
justificados.
No obstante el desarrollo humano, frontispicio de todo quehacer
responsable, es complejo. Asegurar a todas las personas, en
todas las partes del mundo, las condiciones que permitan una
vida digna y con sentido racional, implica un enorme esfuerzo
humano y un profundo cambio de políticas. Asegurar un futuro
mejor para todos puede implicar sacrifícios y requerirá profundos
cambios en actitudes, también culturales, y comportamientos,
además de una reinterpretación en las prioridades sociales,
sistemas educativos, prácticas de consumo, así como en las
concepciones acerca de las relaciones de la persona con la
sociedad y con el medio ambiente. En este sentido, los cambios
que estamos viviendo requieren como garantía la convivencia
y cooperación, el imperativo de ese núcleo de principios y
valores compartidos, asumidos por todos en una ética cívica
universal.
El racismo, la xenofobia y otras formas de intolerancia, presentes
a lo largo de la historia de la humanidad han expresado cruelmente
las reacciones de sectores sociales a aquellos cambios que
profundizaban en la libertad, la igualdad y la solidaridad
de los seres humanos. El racismo como prejuicio o como antagonismo
declarado contra otros, basado en la creencia de la propia
superioridad o en el hecho diferencial, ha caracterizado a
muchas sociedades. Hizo posible la racionalización del colonialismo
y propició la base de la ideología nazi, y aunque la diferenciación
o segregación racial no tenga ninguna base biológica ni científica,
el siglo XXI se enfrenta a nuevas manifestaciones de una lacra
que se creía históricamente superada. Fenómenos neorracistas
que ponen su acento en la identidad étnica, en el mito del
"carácter nacional", expresan un racismo cultural que da por
sentado que una cierta identidad colectiva implica unas características
innatas, de las que los miembros 'individuales son portadores
hereditarios y que forman parte de un programa similar al
genético. Un neorracismo que se presenta como defensor de
los derechos de los pueblos a mantener su "identidad cultural"
frente al otro, al invasor, al inmigrante que pone en peligro
la "cultura nacional" y frente al que se presenta el aislamiento,
segregación, marginación, discriminación, como alternativa
de garantía de protección del propio patrimonio cultural.
Además esto se muestra como beneficioso para la identidad
étnica "extranjera" que le permite por "su propio bien" conservar
sus culturas, tradiciones y autenticidad; el diferencialismo
absoluto acaba convirtiéndose en una forma sutil de justificación
de la exclusión y por tanto, en un nuevo racismo. Aunque en
el siglo que ha concluido se avanzó enormemente en la creación
de instrumentos institucionales y legales que respondieran
a garantizar los principios de dignidad e igualdad inherentes
a todos los seres humanos, donde los Estados adquirieron enormes
compromisos tanto en la Carta de las Naciones Unidas como
en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y posteriores
acuerdos internacionales, en un Mundo en el que viven 10.000
sociedades diferentes, la democracia y la protección de las
minorías son condiciones indispensables para la eficiencia
institucional, la estabilidad social y la Paz. Y aunque el
avance, también en la lucha contra el racismo, produjera instrumentos
valiosos como la Convención Internacional sobre la Eliminación
de todas las formas de Discriminación Racial para luchar contra
toda exclusión, restricción o preferencia basada en motivos
de raza, color, linaje u origen nacional o étnico que impida
a una persona ejercer sus derechos humanos y libertades fundamentales
en condiciones de igualdad con los demás en todas las esferas
de la vida pública o dificulte el ejercicio de esos derechos
y libertades (art.1 Convención), sin un compromiso cívico
profundo con la diversidad y pluralidad de culturas, alimentado
por el valor de la tolerancia, y sin una ética cívica universal
compartida por el género humano será difícil alcanzar las
metas de desarrollo, convivencia y paz que presiden como deseos
los grandes acuerdos internacionales.
La UNESCO y NN.UU. han avanzado en este camino defendiendo
el papel de una ética global que debería estar presente en
todos los mecanismos mundiales de gobierno, la mayoría de
las veces ausentes en espacios políticos y del mercado muy
importantes. Los principios y las ideas de una ética global
deben proporcionar las normas básicas que toda comunidad política
debería observar, suministrando los requisitos mínimos que
deben ser aplicados y reconociendo expresamente la diversidad
y dejando un amplio campo de posibilidades para la creatividad
política, la imaginación social y el pluralismo cultural La
Comisión Mundial de Cultura y Desarrollo, presidida por Javier
Pérez de Cuellar, en su Informe sobre la Diversidad Creativa,
avanzaba el contenido básico de una Ética Global, que también
había sido postulada desde el Parlamento Mundial de las Religiones,
y otros ámbitos internacionales. El núcleo de una nueva ética
global está constituido por el principio del respeto a los
derechos humanos universales y el reconocimiento de responsabilidades,
obligaciones o deberes cívicos, el principio de la democracia
y de la participación de la sociedad civil, la protección
de las minorías desde los valores de convivencia, tolerancia
y pluralidad, el compromiso con la resolución pacífica de
los conflictos y la negociación justa, así como el principio
de la equidad intra e intergeneracional y del respeto a la
naturaleza.
En un mundo con gravísimos problemas de pobreza, desempleo,
hambre, ignorancia, enfermedad, miseria y marginación, como
males absolutos intrínsecos, agravados por hábitos culturales
que conducen al egoísmo, prejuicios y odio irracional en sus
manifestaciones múltiples de intolerancia, la tarea pendiente
y urgente es la más amplia movilización democrática por un
compromiso profundo con una ética cívica universal como la
anteriormente explicitada.
Esteban Ibarra.
Presidente
Movimiento contra la Intolerancia
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