Las sociedades europeas distan mucho de ser comunidades homogéneas,
nunca lo han sido aunque a veces lo intentaren a sangre y
fuego, pero ahora aún lo son menos en una época marcada por
el desarrollo espectacular de las comunicaciones y por los
fuertes flujos migratorios que acompañan al proceso de globalización
mundial. No obstante esa diversidad, a la que no hay que temer,
y la coexistencia de sensibilidades culturales diferentes,
plantean problemas de convivencia que requieren el esfuerzo
de construir unas relaciones sociales que reflejen esa pluralidad
cultural , compartiendo una igual condición ciudadana con
valores democráticos.
En efecto, según la UNESCO, en el mundo actual la realidad
indica que la diversidad proyecta sobre el planeta la existencia
de 300 estados independientes, 5.000 grupos étnicos, mas de
6.500 lenguas y 8.000 dialectos, 10.000 sociedades, más de
2.000 culturas diferenciadas y centenares de identidades religiosas
monoteístas y politeístas, además de millones de personas
que atraviesan fronteras como inmigrantes y refugiados para
instalarse en diferente sociedad a la de origen. La Unión
Europea tampoco anda a la zaga, con casi cuatrocientos millones
de ciudadanos, incluidos más de 20 millones de inmigrantes,
con una importante pluralidad lingüística y religiosa, con
gran diversidad de naciones y regiones, y de convicciones,
creencias y adhesiones, se configura como un mosaico cultural
compatible con una unidad fundamentada en la Carta Europea
de los Derechos Humanos. Así es nuestro mundo y su diversidad
creativa.
No obstante el temor a lo plural y a lo diverso está latente
en nuestras sociedades occidentales, condicionando una respuesta
que necesariamente ha de ser no atropellada, y por el contrario
muy sensata y democrática. Una respuesta fruto de un debate
democrático, sin prejuicios estigmatizadores, sin demagogias
retrógradas como las manifestadas en el revuelo del hiyab
de Fátima y sobre todo, sin demonizar al musulmán y criminalizar
al inmigrante. Para ello es importante que la izquierda y
las organizaciones progresistas no caigan en la trampa reaccionaria
de negar la integración democrática de la diferencia, bien
mediante un presupuesto xenófobo de asimilación y de uniformidad
universalista, o bien en la no menos reaccionaria y antesala
de nuevos racismos, de defensa del diferencialismo comunitario,
como se ha podido observar en algunas argumentaciones del
reciente y mal traído debate sobre la multiculturalidad.
La mesura que exige este debate político es incompatible con
los excesos demagógicos y el oportunismo electoralista. De
igual manera resulta llamativo que en unos momentos que los
ciudadanos cuestionaban la eficacia de la seguridad ciudadana,
los déficits de la política educativa, el balance desastroso
de un año de Ley de Extranjería y otros temas sociales de
envergadura, de repente el problema de nuestro país sea la
amenaza cultural del hiyab, además de señalar a la inmigración,
especialmente al "moro", como el chivo expiatorio de nuestros
males sociales.
Todo ello sin olvidarnos de que es verdad que hay "imanes"
que proclaman la justeza de la violencia contra la mujer,
que existen deberes cívicos incumplidos, discriminaciones
severas... y también delincuencia extranjera. Lo que no justifica
por otra parte, la creación de guetos, la negativa a alquilarles
viviendas, la prohibición de entrada en bares o lugares de
ocio, la segregación educativa, la intolerancia religiosa
y un largo etcétera que tiene mucho que ver con el racismo
hacia la inmigración pobre y no con los "jeques" y sus ornamentadas
mujeres u otros adinerados extranjeros.
Sin
embargo no es correcto negar la existencia de conflictos culturales,
como ha evidenciado la polémica del velo. Conflictos culturales
y sociales que podemos observar en relación a la situación
de la mujer y la infancia en la familia, en la sanidad y en
el trabajo, en la vida cotidiana o en ámbitos marginales como
es el caso de la prostitución u otras mafias. Ante ello como
regla general debiéramos observar que tan radicalmente injusto
resulta invocar los valores democráticos para negar derechos
como el acceso a la escuela, a la vivienda, al empleo o a
la identidad religiosa, como igual de injusto es invocar el
derecho a la autonomía religiosa o cultural de un colectivo
para privar de derechos de libertad a los miembros de ese
colectivo, por ejemplo las mujeres. La mediación social, las
políticas, la legislación y en última instancia la judicatura,
deben de garantizar el respeto a la igualdad de derechos y
el derecho a la diferencia de todos los ciudadanos.
En este sentido la propuesta intercultural, con un discurso
de cierta vigencia en la educación y mediación social, aporta
una perspectiva encomiable. Parte del reconocimiento, aceptación
y aprecio de la diversidad, cree en la necesidad de conocerla,
valorarla y preservarla, compromete a todos, a minorías y
mayorías autóctonas, y significa interacción, apertura, intercambio
y solidaridad efectiva. Su praxis que no es fácil, a diferencia
de la asimilación forzada y del multiculturalismo comunitarista,
supone un esfuerzo dinámico de adaptación y compatibilidad
política y social desde el reconocimiento de distintos valores,
de los diferentes modos de vida y de sus representaciones
simbólicas en las diferentes culturas y desde la igual dignidad
y universalidad de los derechos humanos que confiere la condición
ciudadana.
El reconocimiento intercultural de la diferencia pretende
construir un diálogo igualitario entre culturas, pretende
relacionar y construir un proyecto común de convivencia democrática,
donde los derechos alcancen a todos y donde los deberes cívicos
también sean exigibles a todos. A su vez el reconocimiento
intercultural de la igualdad no reclama a los inmigrantes
y a las minorías que renuncien a sus identidades culturales,
buscando su asimilación uniformadora o su segregación xenófoba,
al contrario busca, desde el respeto a su identidad, afirmar
los derechos humanos y la dignidad como valores universales.
No obstante en caso de colisión de derechos, cualquier invocación
a los derechos fundamentales ha de contemplar que el artº
54 de la Carta Europea prohíbe una interpretación abusiva
de cualquiera de ellos que destruya o sobrelimite las libertades
y derechos reconocidos en la misma.
La política de integración que se inspire en la interculturalidad
ha de garantizar la igualdad y la inclusión junto al respeto
y aprecio de la diversidad, una política que debe construirse
desde el pilar de la garantía por el Estado de Derecho de
las libertades y de los derechos fundamentales para todos,
y con la argamasa de una tolerancia solidaria, bien entendida,
que salvaguarde la dignidad humana. El debate en la práctica
abarca amplios ámbitos de la vida social e institucional,
es de naturaleza política y es, en definitiva, de gestión
de la igualdad y de la diversidad en el seno de nuestra sociedad.
La sociedad intercultural es un horizonte que debe orientar
las relaciones humanas y sociales, también un concepto en
construcción que ya se proyecta en el ámbito educativo, en
la comunicación, en la música, en las artes, en el ámbito
laboral y que revela el nuevo paradigma de una sociedad globalizada,
interrelacionada no solo en la economía, también en la política
o en la comunicación, donde el mestizaje cultural es interpretado
como un factor de enriquecimiento, pero ante todo, la sociedad
intercultural es un proyecto esencial para un progreso que
defienda valores universales de libertad, igualdad, justicia,
tolerancia, solidaridad y que apueste por la profundización
de la democracia.
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